jueves, 27 de octubre de 2011

El hombre pájaro

 
Ayer observaba una escultura hecha con madera de nogal y sentí un cierto desafío hacia mi cuerpo: era una silueta que integraba el movimiento de una figura humana a través de unas largas alas como las del albatros1; mantenía un perfecto equilibrio y su centrada postura buscaba estimular el vuelo. ¿De qué forma los seres humanos podremos volar? Me reservé la pregunta para este otro momento.   

Voy caminando sobre el pavimento, sin percatarme del movimiento de cada elemento de mi cuerpo que me lo permite. Uno de mis pies coloca primero el talón en el suelo y, después, con un impulso interno  logra plantar el otro para avanzar. Imagino que mi cuerpo se encuentra en el centro de un gran tubo de fierro alargado y que gracias a él me mantengo erguida, mirando hacia adelante. Desde mi última vértebra cervical hasta la lumbar se va forjando poco a poco una armonía en movimiento a la que no estaba acostumbrada ni siquiera a imaginar. Le repito a mi mente: Tranquila, no forcejes…Déjalo ser. Y ahí estoy yo, entrando en un mundo paralelo  donde no existe el ruido de los coches, de las palabras habladas, del resto de la  representación del mundo. Me siento diferente, más yo. La música del roce de mi cuerpo con el aire acompaña mi baile caminante, aunque también un respirar aún desesperado.  Mi ansiedad aumenta en función de las ideas que vuelan hacia rumbos inesperados (y hacia la infinita repetición de algunas expectativas), pero trato de ignorarlas para dejar que sólo mi cuerpo exprese el ahora  y no se paralice ante los círculos mentales. Tratar de sincronizar la mente con el cuerpo es el problema que confronto.  ¿Cómo no darme cuenta antes de la existencia simultánea de ambos? Ni siquiera ahora puedo afirmar de la conciencia de ella, sería la pura y compleja contradicción propia de todos los hombres. 

Escucho el golpe seco de mis zapatos  y  utilizo mis brazos para acompañar su ritmo: la música que desde mi interior se formó, ahora se manifiesta en el exterior con otros ruidos y murmullos. Y me sorprendo aún más de este baile que deja de ser enajenado, y con este pausado latir del corazón, incorporo mi exhalación con la liberación de una que otra tensión introducida en el día.

Después de caminar, subir, bajar, sentar, levantar y estirar, es momento de acostarme –sin dejar de pensar en el fluir de los acontecimientos-. Me apoyé del hombro derecho y acerqué mis rodillas al pecho: un anhelado regreso al vientre materno logró que conciliara el sueño. Vuelvo a respirar tan profundamente que mis ojos ya no toleran más el brillo nocturno de la realidad, y en su ansiosa espera por los rayos de la estrella más grande, mis párpados volverán a abrirse ante un nuevo horizonte, para que de mañana, siga caminando y respirando sobre él (…).   

Nos movemos en función de los impulsos del cuerpo y del razonamiento de ellos,  y la anulación de alguno de ellos provocaría el desplome de un solo individuo: una fría y dura caída del ser sobre el suelo. Como rocas sobre rocas, llega el insoportable peso que de todas las montañas se apoya. Responsabilidades, proyectos, salud o enfermedad, guerras,  poder, creencias, apego, todo se reduce a una carga sobrepuesta en el cuerpo.  Y ésa es la realidad que por naturaleza se tiene que integrar; pero siempre existe una segunda versión: también la ligereza quiere ser y elevarse tan alto como se quiera  desvanecer o permanecer en el instante; después de discurrir entre lo más pesado, habrá que jugar como se hacía de niños –libres- y disfrutar del agua más pura que discurre en el eterno río hacia la muerte.



                                                                                                                                                                                
     1.  El albatros   (Charles Baudelaire. 1821-1867)

Por distraerse, a veces, suelen los marineros
Dar caza a los albatros, grandes aves del mar,
Que siguen, indolentes compañeros de viaje,
Al navío surcando los amargos abismos.

Apenas los arrojan sobre las tablas húmedas,
Estos reyes celestes, torpes y avergonzados,
Dejan penosamente arrastrando las alas,
Sus grandes alas blancas semejantes a remos.

Este alado viajero, ¡qué inútil y qué débil!
Él, otrora tan bello, ¡qué feo y qué grotesco!
¡Éste quema su pico, sádico, con la pipa,
Aquél, mima cojeando al planeador inválido!

El Poeta es igual a este señor del nublo,
Que habita la tormenta y ríe del ballestero.
Exiliado en la tierra, sufriendo el griterío,
Sus alas de gigante le impiden caminar.



         Publicado por Tanya Villarreal



Libro recomendado: La insoportable levedad del ser de Milan Kundera

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